Por Yusmany Hernández Marichal
Nunca me interesó hacer una crónica, la inmediatez de la noticia me pareció más atractiva, supuse que el cronista era el último que llegaba al lugar del hecho. Esta anciana que se sienta, ahora frente a mí no es la noticia del día, ni del mes, ni del año, es la noticia de toda una vida consumada en un rostro de preocupación. Se llama Juana, con nombre común en español, también una anciana común, vive en el lugar más envejecido de América Latina, allí donde todos miran y pocos ven. Ya desde el censo poblacional del 2012 se incluía a Cuba dentro de los países más envejecidos del mundo con el 18.3% de su población mayor de 60 años. En el 2015, era el país más envejecido de América Latina. Villa Clara, la provincia más envejecida de la isla y San Juan de los Remedios, es el quinto municipio con mayor nivel de envejecimiento dentro de los 13 municipios de la provincia (Oficina Provincial de Estadísticas, Villa Clara). Los datos son tan alarmantes que prefiero obviar la decantación de tantas cifras porque esta frialdad cuantitativa me aleja de la historia de Juana, que es cubana, villaclareña y remediana.
Juana fue maestra durante toda su vida, por eso viajó a África y después de dos años volvió con orgullo y con un busto de Agostinho Neto que ahora usa de pisa papel para las recetas del médico y para el tarjetón de los medicamentos controlados, que casi nunca compra porque hay que pernoctar para adquirirlos, en el mejor de los casos. Su ausencia es lo común. Me dice que vive mal, que no hay paliativo para su dolor de huesos, que no tiene zapatos ortopédicos y que la dieta médica de una libra y media de carne, cada cuatro semanas, a veces no viene en el mes, aunque después se la dan doble. Pero ella no necesita comer doble, sino todos los días. También deben darle diez litros de leche, mensualmente, que quedan en propaganda de pizarra, a veces ocho, a veces cuatro, pocas diez, peor aún ¡todos consecutivos! entonces los hierve para conservarlos y un corte eléctrico le cambia los planes. Hace un insípido queso que come con un pan peor. Al contar su vida ¡vaya paradoja! Parece que es una anciana afortunada porque la enfermedad le da ciertas prebendas, pero el anciano que tiene la suerte de estar sano se suma a la desgracia de la desnutrición.
Ahora vengo a entender lo que dice Juana, algo que también escuché en mi infancia y juventud, un refrán peyorativo: “ser anciano es la última cara de la baraja”. En ese tiempo, fue para mí una frase hueca, sin importancia, ahora entrado los años de la madurez y con Juana sentada frente a mí, dispuesta a contestar cualquier pregunta, capto la dimensión exacta de la frase a la que nunca le hice caso. Con la vejez se inicia el camino del fin. El anciano: el último de la lista, poco se piensa en él, aunque se diga lo contrario. La presencia de barreras arquitectónicas y la ausencia de talleres de implementos ortopédicos: bastones, muletas, sillas de ruedas, la no preferencia para prótesis dentales, son claras evidencias de: no te tengo en cuenta.
Aquí, en este pueblo donde vive Juana, que parece estar alejado del mundo, hubo un círculo social con juegos de mesa y periódicos, vida social para la edad avanzada, pero alguien habló de prioridades y desapareció todo. Ella era joven cuando sus salones quedaron relegados y “otra cosa” se adueñó del espacio. Juana no tiene donde contar su historia, tampoco quiere estar en el asilo porque cuando a alguien le parece, ancianos y ancianas se unen en una sola institución y Juana siente su pudor resentido. Ella no huele a colonia sino a colágeno cansado, no tiene mascotas porque no puede alimentarlas, hace cuentas y distribuye una pensión que nunca alcanza. Juana usa un callado para sostenerse y me cuenta que la policlínica de su pueblo era una secundaria básica de cuatro pisos y ella tiene que graduarse la vista a quince metros de altura, y no puede con tantas escaleras. Pero da igual, tampoco hay espejuelos.
Se me ocurrió hablarle sobre el proceso educativo en la isla en los últimos tiempos para mitigar su desespero. Entonces dio por terminada la conversación, tomó su rústico bastón y se puso de pies como invitándome a salir: ¿de qué usted está hablando? No esperó respuesta y con el chirriar de unas bisagras oxidadas en mi espalda supuse que había cerrado la puerta.
Miré al frente de su casa, una fachada pintada con el tiempo, en una calle sucia y enrevesada con nombre de un héroe de la Guerra de Independencia y un numerito que oscilaba con el aire confundiendo los dígitos. Entonces quise hacer una crónica con todos estos hechos, pero en algo falté a la verdad: no se llamaba Juana, tenía que protegerla.
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