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Los hijos de la Aldea
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LOS HIJOS DE LA ALDEA

A Eduardo[1] lo conocía “todo el mundo”. Durante su vida laboral activa trabajó en cuanto oficio manual la ciudad les ofrecía a los jovenzuelos como él, que venían de los campos de la provincia a “ganarse unos pesos” en el municipio cabecera. Eduardo nació en un caserío que no tenía ni nombre, cerca de las montañas del Escambray. Cuando llegó en los 70 a Cienfuegos comenzó a trabajar de ayudante en la construcción, luego aprendió a conducir y manejó cuanto vehículo especializado le pasó por delante, mientras laboraba en el Ministerio de la Construcción (MICONS), que en aquella época era uno de los principales empleadores de obreros calificados y no calificados de toda la región.

En los años subsecuentes tuvo al menos 10 empleos más, me asegura. Pasó por varias empresas del Estado del ramo industrial y técnico. Cuando se jubiló, regresó un tiempo a las montañas, pero se dio cuenta de que no tenía nada que hacer allí. Había vivido casi toda su vida en albergues y hoteleras estatales. Estuvo casado “sin papeles” con una mujer de Sagua, pero no tuvieron hijos y se divorciaron hace unos cuantos años.

Ya jubilado, en la década pasada, se la pasó deambulando por la ciudad, viviendo de su pensión y haciendo algunas guardias ocasionales “por la izquierda” en obras constructivas del mismo ministerio que le dio trabajo cuando llegó al municipio cabecera siendo un jovencito. Luego de la pandemia perdió muchos amigos que lo asistían con ropa y calzado o le brindaban un espacio donde podía quedarse a dormir sin tener que pagar nada. Tantos años de trabajo en muchos lugares le enseñaron a mantener un nutrido círculo de amistades que se convirtieron en redes de ayuda cuando más él los necesitó.

Ahora la situación ha cambiado. El Covid-19 se “llevó a mucha gente buena”, me dice; es como si ya nadie lo conociera. Reconoce que sus dos errores más grandes fueron no tener hijos y beber demasiado alcohol en la juventud. Ahora mismo no tiene donde dormir ni vivir, no quiere irse para un hogar de ancianos pues se siente un hijo de la aldea. Conoce cada rincón de la ciudad y sabe donde puede pasar la noche y donde encontrar recursos indispensables para su supervivencia. Afortunadamente recibe asistencia del Sistema de Ayuda a la Familia (SAF), consistente en un desayuno y dos comidas diarias que él recoge juntas, a la hora del almuerzo, para no tener que pasar dos veces al día por el comedorcito social. Esas comidas le “resuelven bastante” me comenta, pero siente que, de alguna manera, el Estado lo ha dejado abandonado. Él no necesita un asilo, necesita una “casita modesta” o un albergue donde pueda conservar su libertad de movimiento y tener un techo seguro para pasar la noche.

Como Eduardo, hay muchos adultos mayores que viven en una especie de limbo dentro de la ciudad. No clasifican para un asilo o no lo desean, no tienen donde vivir y pasan la noche en cualquier lugar con techo para protegerse de la lluvia y el rocío de la madrugada, que en estas tierras húmedas es abundante. La mayoría recibe ayuda del SAF, eso es cierto, pero esa ayuda solo cubre parte de sus necesidades alimentarias en el día. Estos hijos de la aldea no tienen donde bañarse ni hacer sus necesidades, no tienen un lugar digno para dormir ni poseen propiedad personal fuera de alguna mochila con uno o dos cambios de ropa y un cepillo de dientes, como en el caso de Eduardo.

Si consideramos que la tendencia al envejecimiento en la sociedad cubana sigue en aumento y que los sistemas de atención al adulto mayor se encuentran en crisis, sobre todo al interior de Cuba, donde los recursos escasean y existe un pobre control sobre las instituciones que ofrecen servicios de cuidados, es muy probable que el número de personas en estas situaciones aumente. Aunque es muy difícil acceder a estadísticas oficiales sobre la situación de los adultos mayores deambulantes en la provincia, la situación visiblemente ha empeorado en los últimos dos años.

Existen múltiples causas que explican este preocupante escenario. Algunas de las más importantes tienen que ver con la crisis estructural que afecta al sistema colectivista en Cuba, las consecuencias económicas y sociales del (mal) llamado “ordenamiento monetario” y las secuelas de la crisis sanitaria provocada por el colapso de los servicios de salud durante el período más complejo de la pandemia ocasionada por el Covid-19. Todo esto se ve reforzado por la escasez de profesionales y trabajadores que afecta de manera crónica los servicios de salud y cuidados y el imparable envejecimiento demográfico del país, proceso que va de la mano con la baja natalidad y la emigración, principalmente de personas jóvenes en edad reproductiva.

Sin embargo, las autoridades del país mantienen la retórica triunfalista que ha caracterizado su discurso político desde que tenemos memoria. Con los mecanismos y paradigmas actuales de trabajo es casi imposible diseñar propuestas integrales o soluciones realistas a la situación general de los adultos mayores en Cuba; tampoco se permite que la sociedad civil asuma un rol más activo en la resolución de los problemas. ¿Cambiará esta situación en el corto plazo? No lo parece.

 

[1] Pseudónimo utilizado a petición del testimoniante.

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