ANCLADO A MI TIERRA
Esteban vive solo. Tiene una casita de madera y techo de guano en un rincón del municipio pinareño de Viñales. Ahí ha vivido toda su vida y no piensa irse a ningún otro lado. Trabaja la tierra desde que tiene memoria. Le sabe a varios cultivos locales “un mundo” y conoce secretos agrarios que se remontan varias generaciones en el pasado de su familia. Desde hace algunos años se enfermó y su rendimiento no ha sido el mismo, sin embargo, se las ha arreglado para seguir sembrando con razonable éxito hasta el año pasado, cuando la crisis de insumos, herramientas y agua llegó a su punto máximo.
“Sin agua no hay cosecha, esa sí que no puede faltar”. Me dice y hace un gesto de negación. Su parcela se alimenta de un lago natural situado colina arriba a unos 400 metros de su casa. Tienen una bomba vieja que aun trabaja, pero el nivel del lago es tan bajo que a veces el agua no alcanza para los agricultores locales. Por supuesto la sequía empeora la situación.
Ahora mismo tiene sembrado unos cordeles de yuca, frijoles y maíz, que ya están para cosecha. La baja productividad de su tierra le ha hecho tener que buscar fuentes alternativas de ingreso. Como tiene un sitio bonito, cerca de los mogotes y algunas cuevas en un municipio de tanto turismo, optó por convertir su casita en una atracción turística también. Con la proverbial amabilidad del guajiro cubano presta su espacio para exposiciones de tabaco y café que hace un guía local y recibe algunas propinas cuando los turistas compran un producto, ya sea una botella artesanal de Guayabita del Pinar, una caja de tabaco o una botella de miel de abejas.
Sin embargo, esta ayuda no es suficiente para mantener su sitio produciendo. La carencia de un paquete tecnológico asequible para producir y la falta de voluntad de los dirigentes locales para ayudar a los campesinos en los momentos de crisis son algunos de los principales obstáculos para “sacarle rendimientos a la tierra”. Abono, plaguicidas, urea, insumos como mangueras, piezas de repuesto, calzado adecuado y otros están en falta desde hace años y por tanto la productividad ha ido cayendo en picada y con ella, las ganancias.
Cuando hay turistas en la casa, Esteban ayuda en algunas tareítas y hace café en un fogoncito rústico. Parte un coco o enciende algunos tabacos para compartir con los clientes. Eso, sino está en el surco, claro.
Le gustaría que su sitio recupere su esplendor y poder volver a aquellos años en que vivir de la tierra era rentable y digno. Con él y su generación se van a perder una gran cantidad de conocimientos y técnicas locales para sembrar y cuidar del suelo puesto que los jóvenes emigran tanto del municipio como del país y cada vez menos hijos de campesinos quieren seguir la tradición familiar y dedicarse a la tierra.
La generación de Esteban creció trabajando de sol a sol en los sembrados y esperando que el sacrificio de una vida de privaciones y trabajo duro fuera a ser recompensada al final. Era lógico pensar que un relevo de campesinos jóvenes se hiciera cargo cuando ya “ellos estuvieran muy viejos”. Pero no fue así. Las políticas agrarias colectivistas no fueron incentivo suficiente para las nuevas generaciones que prefirieron abandonar la tierra en busca de oportunidades que su propia patria no les brinda.
Esteban calla, pero en los ojos se le ve como reflexiona sobre esta soledad que viven hoy los padres de familia que han visto partir a sus hijos sin poder hacer nada al respecto. El mito del hombre nuevo se le deshizo en las manos como la tierra seca que arrastra el viento desde su finca hacia lo desconocido y lo distante. Esteban se queda anclado a su tierra, verá sus últimos días, sin dudas, desde el mismo taburete donde tantos amaneceres pasaron por sus ojos, que ahora anuncian una lágrima de nostalgia y resignación.