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MIGRACIÓN Y VEJEZ
Mi nombre es Soledad
Por: Teresa Díaz Canals
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MI NOMBRE ES SOLEDAD

El más reciente éxodo migratorio, de proporciones históricas, ha tenido un impacto significativo en el envejecimiento demográfico del país, así como en la vida de muchas personas mayores que han tenido que tomar la decisión de emigrar durante su vejez. En esta oportunidad, entrevistamos a dos personas mayores que emigraron hacia Estados Unidos. Ambos lo hicieron en esta última oleada. Uno en el 2024 y otra después de 2020. En sus relatos puede apreciarse cómo se va presentando la emigración como una alternativa para conseguir mejores condiciones de vida en la vejez, a la vez que les permite reunirse con sus hijos y nietos y mitigar la soledad que comienzan a experimentar en la isla. Es el precio que ha tenido que pagar una generación que creció con la promesa de un futuro mejor, pero que en la vejez les abandona a su suerte. Con un importante deterioro de los servicios médicos, sin medicinas, sin alimentos adecuados, sin transporte, la única salida, para los que pueden, es huir.

Pero esta decisión no siempre es fácil, ni en términos económicos ni emocionales. Muchos no alcanzan a tramitar sus pensiones de jubilación y sienten que pierden toda una vida de trabajo y esfuerzo, aunque el monto de las mismas no les signifique mucho en la actualidad en términos de su poder adquisitivo. Otros deben vender las pocas propiedades que acumularon durante sus vidas para contar con algo de recursos para el viaje y los primeros meses de estancia. Por otra parte, los procesos de adaptación e integración familiar y social una vez que migran como personas mayores suelen presentar diversas tensiones y conflictos. Arribar a la vejez y no poder disfrutar del fin de la vida laboral de una manera apacible, porque estamos también condenados a padecer la incertidumbre de la lejanía, es una situación indigna.

 

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Mi nombre es Juan, ahora estoy en el aeropuerto de La Habana, hoy 6 de julio de 2024. Voy con mi esposa para Miami, donde residen mis hijos. Estamos ahogándonos de calor aquí, hace meses que tienen el aire acondicionado roto, ya han llamado al médico de guardia seis veces para que atiendan a personas desmayadas que se han sentido mal con este encierro infernal. Será el último recuerdo penoso que tendremos de nuestro país. Tengo 64 años. Soy de Santa Clara, vendí mis propiedades allí, las cuales consistían en una casa y una moto, ambas en menor precio de lo que en realidad costaban, pues ahora todo ha bajado de valor y porque queríamos llegar con un poco de dólares a Miami. Quise jubilarme antes de irme definitivamente del país, pero me faltaba un año y la ley establece que los hombres tienen que tener 65 años para ello. Me duele mucho haber trabajado toda mi vida, fueron más de cuarenta años trabajados por gusto. Por otra parte, no podía esperar, nos llegó el Parole y era imposible una demora de un año. Teníamos que irnos de inmediato. Sin embargo, estoy contento, feliz de unirme de nuevo a mi familia.

 

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Mi nombre es Mabel. Vivía en Cuba en la zona del Vedado, allí soy propietaria de un apartamento excelente, amplio, de cuatro habitaciones. Hace algunos años, paulatinamente mi hermana, mis sobrinas y mis hijos salieron del país. Nos quedamos solas mi madre y yo, pero ella ya falleció. Mi hijo, casado y con dos niñas, me dijo que vendiera la casa y nos reuniéramos en Miami. No pude vender el apartamento, pues lo que me ofrecían era poco. Soy jubilada y tengo un problema cardiovascular. La convivencia con mi hijo y su mujer fue compleja. Tenía que dormir en la sala, pues solo poseen un apartamento de dos cuartos y no tenían donde colocar mi ropa. Cuando había invitados algún fin de semana, no podía acostarme hasta que se retiraran. A veces salían y no podía ir con ellos, se los pedía, pero me decían que no. Las discusiones eran cada vez más frecuentes por cualquier motivo, hasta que mi hijo me dijo: en cuanto te llegue la residencia tienes que volver a Cuba. No puedes vivir más con nosotros. La posibilidad de estar con mi hija es imposible, su esposo no quiere a nadie allí. Ellos viven en otra ciudad. Actualmente con ella no tengo comunicación ninguna.

Yo había salido de La Habana con visa porque había pedido el permiso de entrada a Norteamérica con la ciudadanía española desde la misma España, no desde Cuba y me lo concedieron por tres meses. En Estados Unidos me quedé hasta que me entregaron los documentos necesarios para estar legal allí. El gobierno norteamericano me otorgó una ayuda monetaria y el seguro médico. Con ese dinero vivo. Volví a Cuba, pero no me quedé definitivamente. Es imposible, antes vivía de rentarle habitaciones a extranjeros, pero ahora no hay turismo.

Después del regreso a Estados Unidos comencé a vivir en casas de amistades hasta que pude rentar un cuarto. Tuve que operarme del corazón, mis amistades se ocuparon de mi convalecencia. Ahora voy cada día a un hospital donde hay un grupo de adultos mayores a los que nos brindan desayunos y almuerzos. Después de ese horario, paso las tardes en casa de alguien conocido, generalmente enfrente del cuarto que alquilo, pues hay unos vecinos que se llevan bien conmigo. Esa es mi vida ahora. Mis hijos no se imaginaron que yo resolvería de esta manera. También me entregan unos bonos de comida, a veces le llevo a mi hijo algunos alimentos que me regala la seguridad social. Desde que nos distanciamos las relaciones han mejorado. De vez en cuando él me llama para pedirme que cuide a mis nietas porque tienen que salir. Poder estar con ellas me alegra infinitamente.

 

Foto: Fidel Guell Gómez

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