MIGRACIÓN Y VEJEZ
Solos-entre-los-demás
Por: Teresa Díaz Canals
SOLOS ENTRE LOS DEMÁS
¿Me acostumbraré a este silencio, al curso formal de los días que ningún imprevisto quebrará ya?
Simone de Beauvoir La mujer rota
María – Vive en Mantilla, allí perdió su casa por una palma que le cayó encima al inmueble. Ha visitado muchas veces varias instituciones como el Poder Popular y la Dirección de Vivienda de su municipio para que le adjudiquen otro lugar donde vivir, pero siempre le rechazan su pedido. Ahora vive en un pequeño espacio que se encuentra en un garaje, donde un señor que conoce le permite dormir. Pide dinero en la calle, pues la pensión que le brinda el Estado como “caso social” es de 1500 CUP. Confiesa que eso no le alcanza para nada. Tiene tres hijos, dos de ellos varones, son alcohólicos y no se ocupan de ella. Su hija se fue hace unos cuantos años para EEUU, nunca se ha comunicado con su madre, por tanto, María no recibe apoyo de nadie. Afirma que no tiene problemas de salud, pero al ver sus tobillos se puede constatar que tiene dificultades con la circulación.
Rubén: Adulto mayor divorciado, de 68 años. Tiene un hijo que emigró hace diez a EEUU, pero no puede regresar para ver a su padre, pues aquí se desempeñaba como diplomático. Ello significa que – al partir de manera definitiva hacia otro país - fue declarado “traidor”. Hace poco, Rubén permutó su apartamento de dos cuartos en bajos para uno más pequeño en un tercer piso, “pelo a pelo” lo que aquí quiere decir que fue una simple permuta sin dinero por el medio, pues le dejaban algunos equipos eléctricos nuevos que ya necesitaba renovar. No piensa en jubilarse todavía, pues en su centro de trabajo resuelve el almuerzo de lunes a viernes por poco dinero. Su hijo - de manera sistemática - le envía alguna remesa. No sabe todavía cuál será su destino, si algún día podrá irse también, él pertenecía al ministerio del interior, pidió la baja hace tiempo y continuó en lo civil su vida laboral. Camina mucho, sabe que este ejercicio es bueno para la salud. Lo que sí tiene claro es que vive triste, a veces con deseos de llorar. Su mejor amigo cortó con él en medio de la pandemia, no sabe exactamente la razón de esa actitud. Extraña también a su única nieta, la cual hace alrededor de un año pudo reunirse con su papá. Antes de la partida de la niña, el abuelo la visitaba una vez a la semana y en esos momentos disfrutaba mucho su compañía. Otro dolor, otra ausencia, otro silencio, otro desgarramiento.
Pablo: es un señor de noventa y tres años, fue plomero improvisado por cuenta propia durante mucho tiempo y bastante “carero”, esto quiere decir - en el lenguaje de la calle - que cobraba bastante por cada trabajo particular que realizaba, hasta la escalera que poseía la alquilaba por horas a sus vecinos. Un día ya no pudo continuar en esa labor por su avanzada edad. Recibe una pensión de 1500 CUP. Vive con su hijo, pero su hija, que vive en Centro Habana, se lo llevó junto a su madre por bastante tiempo. Un día, la cuidadora ya no pudo más y se lo devolvió a su hermano, que ingiere bastante alcohol. Ella cuida de su madre de noventa y siete años, la cual en estos momentos está encamada. El antiguo plomero no duerme por las noches, conversa, registra todo en la casa, grita, golpea las paredes de madera con el bastón, sale a la calle, le toca a sus vecinos. Un día, la señora que vive al lado llamó a la policía, el viejo se había caído a las 4:00 a.m. y gritaba auxilio, ella también es mayor y no podía con él. Fue por gusto, la policía nunca se presentó. A veces el hijo no duerme ahí, como ese día de la caída, pero cuando está, lo regaña por todo lo que hace, le grita cuando pide pan, amenaza con “llevarlo para un asilo” (como si eso fuera tan fácil) y el anciano responde con voz de ultratumba: yo soy el dueño de esta casa. Hace poco, uno de los vecinos que se enteró de esta situación comentó: Hace falta que el viejo de pinga ese se acabe de morir.
Amelia - Tiene 62 años. Es madre de una muchacha de más de treinta, que en diciembre de 2023 salió hacia la frontera de México con EEUU a través de la vía de Nicaragua, como miles y miles de cubanos han hecho en los últimos años. Pidió la entrada cuando llegó al límite colindante y desde ese momento espera su turno para que le permitan la entrada en Norteamérica. Una amistad le pagó el viaje, no fue la familia que se encuentra ya en suelo norteamericano. Amelia es una mujer aparentemente fuerte, cuando le pregunté qué había sentido en esa arriesgada trayectoria de su hija, me contestó que por suerte se comunica con ella casi todos los días. Lo más duro fue el tiempo que no supo nada en el recorrido que tuvo que hacer por Guatemala. Por el camino a veces había que correr, cruzar puentes, cambiar de transporte. No es nada fácil pasar esa aventura. En el tiempo de estancia hasta que reciban una citación oficial, comenzó a trabajar en un kiosko donde vende líquidos y de sus ahorros le ha hecho llegar algún dinero. También la hija le ha explicado que ese grupo de emigrantes al que pertenece pretende hacer algunas compras para enviarles a los familiares en Cuba que quedaron mediante un contenedor que pueden enviar. Lo que más la entristece y le duele es que no sabe el tiempo que pasará para volver a ver a Cecilia que es así como se llama su hija. Amelia trabajaba en una farmacia como vendedora, el salario no llegaba a 3000 pesos. Ello la obligaba a vender algunos medicamentos, en este tiempo cambió de centro laboral, ahora se trasladó para una empresa estatal encargada de elaborar embutidos. Ahí recibe un salario superior – de 6000 CUP - al anterior y le entregan una ayuda mensual con algunos productos necesarios.
Cristina – Es una jubilada de 69 años, por ello recibe 1528 pesos. Se volvió a contratar por 2800 CUP para tener otra entrada de dinero, pues tiene a su hijo único en República Dominicana, pero a él no le ha ido bien y no puede ayudarla, ni a Cristina ni a su hija, quien vive también en La Habana. Solo cuando puede le envía un paquetico a la niña. Por ese motivo Cristina entrega cada mes 500 CUP a su nieta. También tiene a una hermana que vive en EEUU, quien se ocupa de hacerle llegar algunas medicinas que necesita. Una vez se le rompió el televisor y fue esta pariente quien le envió otro. Cada día cuando se levanta enciende la televisión o pone música, pues así se siente menos sola. Vive hace pocos años en el barrio donde tiene una pequeña casita, pues poseía un buen apartamento y el hijo, cuando se divorció, consiguió una permuta por tres casas. Un apto en Bahía para la madre de la niña y su hija, una casita en la Lisa para él la cual vendió cuando emigró para Dominicana y esa donde vive Cristina, en un barrio complejo, clasificado como marginal. Cuando la visité para conversar con ella la luz de la sala era escasa, en realidad estábamos en penumbra, me explicó que los bombillos están muy caros. A veces le entran deseos de llorar, confiesa, pero no lo comenta ni se queja con nadie.