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Morirse en Cuba

Por: Teresa Díaz Canals

Y vivo cadáver, encerrado en extraño país […] Y vivo muerto.

José Martí Hora de lluvia

Hilda nació en Santiago de Cuba, vive en La Habana hace tiempo, es doctora en medicina ya jubilada.  Tiene 64 años y trabajó 38. Deseaba prolongar la impartición de docencia en su especialidad, pero estuvo presionada a dar ese paso debido a la poca valoración de su persona por parte del colectivo joven que la rodeaba en su ambiente laboral. No obstante, los estudiantes la visitan frecuentemente, le hacen consultas, le piden aclaraciones, así que su ejercicio pedagógico ahora es casero, muy lejos del engolamiento académico y muy cerca de una enseñanza deferente.

 

   El comienzo de esta nueva etapa de su vida se caracterizó por el desempeño como cuidadora de su madre, quien debutó con una demencia senil que evolucionó con mucha rapidez. En ese mismo tiempo tuvo que atravesar por el difícil momento de la partida de sus dos hijos varones hacia los EEUU por la vía de Nicaragua. La hija, también médica, llegó al mismo país en el 2016, después de ser parte de una misión médica en Brasil asignada a su esposo.

 

   La Doctora, como le dicen algunos de los vecinos en su nuevo lugar de residencia, vendió su carro para – con el producto de la venta -  adquirir una pequeña casita en un barrio no muy aceptado por sus condiciones arquitectónicas en el Vedado. Se desprendió del otro apartamento de un cuarto, el cual obtuvo a partir de un viaje a Sudáfrica, allí residía con su madre y sus hijos. Después, esa propiedad sirvió para costear los pasajes y el recorrido que estos últimos hicieron. 

 

   Cuando Hilda se mudó hace unos meses, la precaria salud de su madre empeoró. Enseguida se acogió a la condición de vulnerable, lo que alivió un tanto la compleja situación que vivía, pues tenía que cargar ella sola a su mamá para asearla y acostarla, lo cual afectó mucho su columna vertebral. Una mensajera se ocupa de facilitarle algunos productos, aunque hay algunos que no llegan a sus manos. Se da cuenta porque se lo anotan en la libreta de racionamiento, pero no es informada de que fueron adquiridos. Si protesta por esas ausencias, es seguro que le cierren el acuerdo para que no haga colas.

 

   Una cuestión muy compleja resultó la compra de pañales para resolver la incontinencia de su progenitora. Con el fin de ahorrar este útil objeto para este tipo de pacientes, ella buscaba unos paquetes que contienen una especie de rellenos, los cuales se le colocan a los pañales usados. Debía reciclar, pues también el alto costo de estos aditamentos afectaba su pensión de 4500 pesos. Así estuvo hasta que, el día que se acercaba el ciclón Ian a las costas de Cuba, su madre amaneció muerta.

 

Gracias a la gestión de una prima que se fue para la funeraria directamente después que le dieron la noticia del fallecimiento de su pariente, conversó con una empleada que habló con los choferes que manejaban un carro de protocolo destinado a una artista muy conocida y querida por el pueblo de Cuba: Aurora Basnuevo. Si esta famosa no hubiera fallecido, no hubiera aparecido ese carro que después pudo ser contratado, por supuesto, para poder conducir a la madre de Hilda a la funeraria, pues nadie garantiza ya un traslado en tiempo hasta su lugar de destino.

 

   Fui testigo de las angustias, depresiones, dificultades por las que atraviesa una cuidadora en este país. El apoyo estatal no existe. Tal vez la partida relativamente rápida de su madre, impidió el deterioro tremendo que provoca atender por tiempo prolongado a este tipo de enfermos.

 

   En cualquier lugar del mundo es difícil experimentar esta circunstancia. A ello se añade, en nuestro caso, la ausencia de un soporte logístico suficiente y adecuado. La indolencia que existe en las instituciones de salud provoca que atiendan determinadas enfermedades, pero no a los seres humanos que las padecen.

 

  Cuando la persona deja de existir, en tierra cubana no es fácil adquirir flores con el objetivo de cumplir el ritual acostumbrado. El Estado no garantiza este servicio de confección de las denominadas coronas fúnebres, ahora depende del trabajo por cuenta propia en la misma funeraria. Si no está ese tipo de empleada  o empleado ese día, implica que a la persona fallecida no se le puede despedir con tal homenaje. Extrañamente, Hilda encontró un vendedor que comercializaba unos pocos ramos en la misma puerta del Cementerio de Colón. Cuando los presentes fueron a depositar en la bóveda las flores, los sepultureros le advirtieron que las arrojaran encima de la caja, pues si se las depositaban fuera se las robaban para otra ceremonia y las revendían de nuevo.

 

   Otra cuestión es la opción de incinerar los cuerpos, ello se ha convertido en un verdadero negocio. Quien se decida a esta acción para su familiar, tendrá que pagar lo suficiente para garantizar un servicio con cierta rapidez. La Doctora renunció a esta alternativa pues debía desembolsar unos cuantos miles de pesos requeridos y de esa forma completar el proceso completo y el ciclón llegaba ese mismo día por la noche. Por todo esto podemos afirmar con Joan-Carles Mèlich que las nociones éticas fundamentales no son ni el bien, ni el deber, ni la dignidad, sino el sufrimiento, la sensibilidad y la compasión frente al dolor de los demás.

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