UN GRITO DESDE EL SILENCIO
ISORA Y BERTA
Presentación de serie testimonial especial

Las callejuelas intrincadas del centro de Camagüey, con tantas casas distribuidas caprichosamente alrededor de una pequeña plaza con solo dos bancos, impiden que su voz se escuche más allá de unos diez pasos donde ella se sienta a pregonar, con voz suave, cansada, sus cucuruchos de maní elaborados en casa. Su rostro de resignación, mientras yace sentada en la orilla de un banco sucio, con los cucuruchos en la mano, conmueve a muchos transeúntes que en ocasiones, solo con el ánimo de ayudarla, le compran su producto. Es una señora muy respetuosa y pausada, de pequeña complexión, delgada, habla bajo y en sus ojos se advierte una tristeza que estremece.
Isora tiene 81 años. La pensión de su fallecido esposo no le alcanza ni siquiera para alimentarse los primeros diez días del mes. Son 1500 y tantos pesos que el Estado decidió otorgarle por toda una vida de trabajo de camionero. Aproximadamente la mitad de lo que vale un simple cartón de huevos. Tiene que trabajar de manera obligatoria para sobrevivir, su situación es complicada.
Su vivienda no está cerca de este lugar de tránsito de peatones, en el centro, a donde tiene que trasladarse todos los días con paso vacilante, albergando la esperanza de vender algunos cucuruchos para llevar algo de dinero extra a la casa. Su hija Berta la ayuda en todo el proceso de elaboración y empaquetamiento del maní. Berta padeció cáncer de piel, ya está jubilada, pero años de exposición al inclemente sol tropical le ocasionaron lesiones malignas debajo del brazo, en el estómago y otras partes.
Isora tiene un solo riñón y ahora mismo está padeciendo de culebrilla, para lo cual no encuentra medicamentos producto de la gran escasez que desde hace años sufre el país. Las terapias alternativas y la medicina verde vienen al rescate de estas dolencias cuando el sistema médico nacional no puede proveer a la población de soluciones oportunas para sus enfermedades.
Decidimos comprarle todos los cucuruchos que le quedaban y ella accedió a llevarnos hasta su vivienda. Con amabilidad y humildad muestran su hogar y nos comentan un poco sobre el proceso de elaboración de los cucuruchos de maní y la economía detrás de esta práctica de supervivencia obligatoria.
La libra de maní cuesta 300 pesos, lo cual alcanza para unos cuantos días de venta que pueden ir desde tres hasta una semana, dependiendo de la suerte. En el mejor de los casos se pueden vender hasta 30 cucuruchos diarios, pero esto ocurre con poca frecuencia. Además del maní deben comprar carbón para tostar el grano, que además les sirve para la cocción de sus propios alimentos, producto de los cortes de electricidad que impiden el uso de electrodomésticos para cocinar.
En su modesto patio acumulan también materias primas que venden de vez en cuando. Esto representa un ingreso ínfimo y muy ocasional, pero en la situación actual de crisis ayuda bastante. Cuando Isora viene caminando lentamente por la tarde luego de terminar su faena, recoge laticas y botellas en la calle. Las va acumulando y luego las vende.
Estas valerosas mujeres trabajan sin descanso todos los días. Con los ingresos del hogar solo les alcanza para comprar algún picadillo o filete de claria, según me confiesan. Esto no se puede hacer siempre pero es una alternativa a la crónica falta de proteínas que experimentan producto de la escasez, el desabastecimiento y los precios incosteables de los alimentos en el mercado nacional, fuertemente regulado por el Estado. En ocasiones su alimentación ha consistido en arroz y alguna vianda. Mantener una dieta equilibrada para ellas es imposible, todo depende del momento. Tienen que comprar los productos más baratos y la gestión de su alimentación está diseñada para “estirar el mes” y sobrevivir. La satisfacción de gustos y deseos es memoria del pasado.
Otro problema que confrontan en su diario vivir es la adquisición de medicamentos. Frente a la falta de provisión de los mismos por parte del Estado, tienen que recurrir con frecuencia a la medicina verde y alternativas similares pues no tienen de donde sacar para comprarlos en el mercado negro. Tampoco tienen celular ni conocen mucho de las nuevas tecnologías.
Son mujeres muy religiosas, han encontrado su fuerza en Dios y en la dignidad que sienten por estar unidas, esforzándose para mantenerse a flote en una sociedad naufragada. En sus propias palabras, Isora me cuenta con lágrimas asomándose en sus ojos de ascendencia asiática:
Isora: Yo ya no puedo más, tengo un dolor en las piernas y la espalda de tanto caminar y me siento cansada. Hay días que se vende muy poco como hoy y tengo que recalentar el maní para que mañana este bueno. Esto no es fácil, la situación está muy mala, yo lo que tengo desde por la mañana en el estómago hasta ahora es un pedazo de pan, pero es que no hay más nada.
Aquí nadie ha venido a ayudar, una vez vino la trabajadora social y ni ha venido más. Hay mucha escasez y todo está muy caro, con la chequera no alcanza para nada. A los 81 años tengo que seguir trabajando para poder comer porque no alcanza el dinero ni para 10 días. Hay muchas cosas en falta en la bodega y pasan los meses y nada. Ahora mismo no hay azúcar, ni aceite, ni arroz, es muy difícil la situación. Tengo un nieto que lo están operando en La Habana y no hay como mandarle una ayuda de nada.
Yo salgo todos los días a vender, cuando regreso hecho unas laticas en el bolso, pocas, porque no puedo cargar peso y está lejos. Yo ya no puedo, pero bueno, ¿qué voy a hacer? Todo está muy caro y no hay transporte público para esta zona, hay que hacer lo que se puede.
El hogar de Isora y Berta se mantiene en muy malas condiciones de infraestructura. Ellas no tienen los medios para arreglarlo y ni siquiera han recibido respuesta por las quejas sobre la fosa séptica que pasa delante de su casa. Ya no esperan nada del Estado, pero recuerdan que este debería hacerse cargo de las personas que toda su vida trabajaron para él y ahora no reciben una jubilación digna con la que se puedan alimentar al menos.
La pequeña economía familiar que han logrado mantener con mucho esfuerzo es lo que les permite un mínimo de solvencia para cosas muy elementales, pero las fuerzas de Isora van menguando y sus padecimientos a veces le impiden salir a la calle. Las plantas de mango y plátano de su patio son una ayuda para la comida, aunque eso es esporádico. Sin embargo, su amabilidad conmueve cuando, a la vieja usanza campesina, nos brindan unos mangos para el camino. Antes de despedirnos nos pidieron rezar un salmo por todos, uno especial en el cual ellas encuentran confort y esperanza.