Por: Inés Casal
Todos los días de lunes a viernes transito por la avenida 23 de camino hacia casa de mi hija. A la altura de la Calle 12, frente al emblemático edificio en cuyo portal Fidel Castro anunciara públicamente el carácter socialista de la Revolución, el 16 de abril de 1961, me encuentro con una decena de hombres y mujeres de la tercera edad, cubanos que ya no tienen brillo alguno en los ojos, ofreciendo con manos temblorosas cajetillas de cigarrillos algunos, pasta dental o detergente otros, paños de cocina y agarraderas otras, hechos por sus propias manos, algún adorno o alguna copa, vasos, platos, que quedan de vajillas antiguas. Todos son cubanos que trabajaron treinta, cuarenta, cincuenta años y a los cuales no les alcanza ahora el subsidio devengado como jubilados.
Un poco más adelante, la veo: tiene mi edad, o la aparenta, es una anciana linda, con su pelo cano bien peinado, vestida como si fuese a visitar a una amiga o a disfrutar de una obra de teatro. De su brazo izquierdo cuelga una bolsa de nylon, donde se ven dos o tres jabones “de la libreta” y donde esconde los medicamentos; su mano derecha sostiene unos pocos bolígrafos, a veces unas fosforeras. Cuando me cruzo con ella casi susurra, con la mirada esquiva y la cabeza gacha, como si cometiera un delito o sintiera vergüenza por tener que hacer lo que hace: “Tengo enalapril, tengo paracetamol”. Su presencia me hace daño, ruego por no encontrarme con ella, más por vergüenza que por humanidad. Mientras me alejo, casi sin atreverme a mirarla, me pregunto qué haría en su vida laboral: ¿maestra, médico, oficinista en cualquier institución estatal…? ¿Trabajó en una Oficina de Correos, en un Banco de Ahorros, en un hospital, en un centro de enseñanza…? ¿Tendrá hijos? ¿Lo que hace es por los nietos, por su esposo o un familiar enfermo...? y con un egoísmo que me lacera sigo mi camino, rogando por olvidar a esta señora para poder seguir adelante con mi vida.
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