Paralelismos del evangelio
- Claudia Bernal
- 9 oct
- 4 Min. de lectura
El Lázaro Rico, dueño de la MiPyme de la esquina y el Lázaro Pobre, el viejo que lucha por sobrevivir.
Por: Claudia Bernal Mendoza
En el Evangelio, encontramos la historia de dos Lázaros que viven en extremos opuestos de la existencia, pero que en cierto sentido comparten una condición de vulnerabilidad que trasciende su tiempo y cultura. Estos dos Lázaros vuelven a cobrar vida en la Cuba de hoy.
El primero, Lázaro el Rico, aquel que vive algo desahogado, dueño de una pequeña pero próspera “MiPyme”. Entre comillas, porque en realidad lo que hace es comprar a verdaderas Mipymes y revender a precios exorbitantes, es un puntico de venta más en el barrio. Su mérito, si así se puede llamar, está en haber sabido aprovechar el paso del tiempo y las circunstancias para consolidar una fuente de ingreso que, aunque modesta, le permite gozar de cierta estabilidad. Sin embargo, su presencia en la escena económica a menudo refleja también su falta de sensibilidad hacia aquellos que, como el verdadero Lázaro de la historia, nada tienen, ni recursos, ni oportunidades, ni siquiera un vaso de agua. Algunos de estos dueños de negocios simplemente pasan junto a los pobres, sin detenerse, sin comprender que esa indiferencia los aleja cada día más del espíritu de solidaridad que el evangelio predica.
El segundo, Lázaro el Pobre, un señor mayor de 74 años que, tras una vida de arduo trabajo, ha logrado llegar a la vejez con lo mínimo: un puñado de pesos de su chequera que no alcanzan para más que unos días de comida. Sin protección social digna ni garantías, sale cada mañana a buscar su sustento: chapea en las calles, recoge basura, hace mandados para vecinos o vende en las esquinas. La pobreza en la vejez, en nuestra Cuba, se vuelve un ciclo difícil de romper, una realidad que muchos prefieren ignorar. La historia bíblica narra que, cuando Lázaro está enfermo y hambriento, solo recibe las miradas de desprecio o indiferencia de quienes pasan a su lado, incluso de algunos que, en su entorno, podrían ofrecerle ayuda.
La misma indiferencia social y oficial persiste hoy: las autoridades y las instituciones parecen ser esas figuras que, en su soberbia, no se preocupan del pobre, del anciano que ya no tiene fuerzas ni esperanza, ni siquiera un vaso de agua para aliviar su sed. Esas instituciones que gobernaban en la época del evangelio, y las que gobiernan hoy, a pesar de ser las responsables de ofrecer una vida digna después de tanto trabajo, no se conduelen con la situación y son incapaces de tender la mano al necesitado.
En la historia de estos dos Lázaros, un Banco metropolitano entra a formar parte de la esceba. Una institución que normalmente no se encarga del estado de las áreas que lo rodean, le ha prometido al pobre Lázaro un dinero si las limpiaba. Sin embargo, al concluir su jornada le dicen que no tienen dinero hasta el lunes. Una muestra del desamparo que sufren las personas mayores que realizan trabajos informales. Aún así, el pobre Lázaro termina hasta botando los cestos de las oficinas del banco. No puede perder la oportunidad de que le paguen en cuatro días lo que se ha ganado con sudor y hambre.
Este paralelismo se hace aún más potente cuando observamos que, en muchas ocasiones, algunos de estas personas mayores gastan lo poco que ganan en un trago de ron, en una cerveza. No es simple vicio, sino una forma desesperada de escapar del peso de su realidad, de evadir por momentos el dolor y la incertidumbre. Es una búsqueda de alivio en medio de la indiferencia social, un acto de resistencia silenciosa. No me atrevo a juzgarles, ¿quién pudiera en medio de su día a día hacerlo? La sociedad que olvida a sus ancianos, que los deja en el abandono, lleva en su interior la esperanza todavía latente que, por más dura que sea la realidad, aún puedan existir gestos de dignidad y comprensión.
La historia del Evangelio nos recuerda que, al final, todos enfrentaremos la justicia divina. El rico, en su opulencia, termina en la misma condición de vulnerabilidad que el pobre en la tierra. La verdadera riqueza no se mide en bienes materiales, sino en cómo hemos tratado y sido tratados por los demás. Para el pequeño empresario cubano, eso significa no olvidar que su labor, por modesta que sea, puede transformar vidas y que la solidaridad y la empatía son el verdadero patrimonio. Para el anciano, que su sacrificio y su lucha diaria no sean en vano, sino que generen una mirada de solidaridad, respeto y reconocimiento en la comunidad y en las instituciones.
Así, en el contexto cubano de hoy, estos dos Lázaros nos desafían a reflexionar: ¿quiénes somos en realidad? ¿Qué estamos haciendo para evitar que el ciclo de la pobreza y la indiferencia se repitan? La historia bíblica nos enseña que la verdadera riqueza está en la empatía y en la lucha compartida por un mundo más justo. Porque la indiferencia, ya sea del dueño del negocio que pasa de largo o del banco que no paga por un trabajo bien hecho, solo profundiza la brecha entre los que tienen y los que no tienen.
Al final, todos somos parte de esa historia, y la verdadera dignidad reside en reconocer que cada vida, sin importar en qué extremo esté, merece respeto, compasión y oportunidad.




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