Por Pedro Manuel González Reinoso
Es diciembre otra vez, en La islita. Cada mes más “de peña pobre”. Cada día más y más gris el entorno.
Los desprovistos pululan --y hasta deambulan-- cuando han comido algo, y restan fuerzas. Afuera hace un invierno insincero.
Creíamos “las masas”, con tan empecinada ilusión, que, como nos prometieron, “habría para fines del año mejorías”. En verdad no especificaron cuáles, para quiénes, o en qué.
Quizá por ello, seamos todos culpables de la ingenuidad que siempre será “baluarte invencible de la Revolución”; el más prístino, ¿quién sabe?
Porque el 2022 ha sido especialmente cruel “con los humildes y para los humildes”. Suerte de corolario triste son las regresiones. Crece allende cada casa un ejército de desencantos, en forma de figura humana.
Para que pudieran emigrar los sostenes posibles, hubo que vender hasta el techo. En nombre del amor filiar.
Nuestra casa es nuestra patria. Enuncio.
(Parecería el decirlo otra “deconstrucción derridariana”: el “resumen cartesiano” de la “exponencialidad deliberada”, ¡Dios! Pido perdón por este horrendo galimatías, quise expresar “cuán frágiles somos” haciéndome el erudito, pero no supe).
La indigencia, consecuencia del abandono familiar, ha crecido a niveles escandalosos. Claro, eso solo es perceptible puertas adentro. Porque “El país avanza, y eso les duele”.
Sí. Duele verles bregar, andar sin hogar, como si el “tránsito definitivo hacia otra vida” –la menos dolorosa-- debiera hacerse inexcusablemente “por la calle del medio”.
Con tal vulnerabilidad dicotómica (no la que engorda vientres mandantes “a chaquetón quitao”) ya no les habita ningún “luminoso mañana”.
La única “gloria” no es “la que se ha vivido”, sino un difuso nombre de mujer, tal vez. Alguna amada. Otra bendita quimera.
Mirando esta foto de vecino remediano –vivo en Caibarién, puerto perdido-- me hizo recordar un “poemita” que escribí, hace exactamente medio siglo, recién cumplidos mis 13.
Entonces creía, con la mayor seriedad del mundo, que algún día sería “Poeta”.
Me lo inspiró un hombrecito medio cuerdo de mi pueblo, que solía itinerar pidiendo casi. Pues nada le faltaba, excepto amor.
(Jamás lo intitulé. Hoy lo rescato, no sin cierta modorra y con muy poca vergüenza).
***
“Vengo de lejos” musita El Amarillo.
Trae las espaldas marchitas, los pies cansados.
El hambre le ase por la cintura macilenta, acosa su morral: todo vacío.
Me mira con desgano en un paneo, del que no se vislumbra un punto fijo.
Sabe que lo observo.
Mientras se para un instante a por aliento, aliña las tres greñas que le cuelgan, con unos dedos renegridos y náufragos caídos del sombrero.
“¿Qué miras?” inquiere socarrón.
Le digo: Nada. Y se sonríe. “¿Tienes hambre?”, prosigue él, indiferente.
Entonces soy yo, que sonrío.
Se gira sobre el cuerpo enjuto de colores imprecisos buscando algo, cuando,
del desvaído jolongo asoma un mendrugo, acaso un pan,
y con los mismos dedos que ahora rebosan luz apuntando arriba
invita:
“¡Come! Es navidad. Y Ella se ha ido…”
El aire nos trae reminiscencias nerudianas:
“Todo, amigo, lo he hecho para tí, todo esto que sin mirar verás en mi estancia desnuda, todo lo que se eleva por los muros derechos, como mi corazón, siempre buscando altura […] ¿te sonríes amigo? ¡Qué importa! Nadie sabe entregar en las manos lo se esconde dentro […] que en mi heredad vacía aquel amor perdido, es una rosa roja que se abre en silencio”.
Le recité, de memoria, seguramente mal. Era el final del falso otoño insular, y se intuía.
Tras atracarnos, rompimos los dos en carcajadas.
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