Por: F. G. Güell
Siempre me he preguntado cómo se ve la ciudad a través de sus ojos. Esos ojos tan intensos y tan tristes. Las personas mayores con enfermedades mentales que deambulan por nuestras calles de cadentes parecen un espejismo de aquello que la generación de mis padres llamó el futuro luminoso. Ese futuro es hoy. De la utopía prometida solo nos queda un sueño amargo, en el que viven atrapados estos seres especiales que la sociedad totalitaria ha regurgitado a las calles sin contemplaciones, como si de un subproducto del sistema se tratase.
Sin familia, sin hogar y sin amigos, languidecen en bancos y escondites improvisados, por muchos años, hasta que un día desaparecen por completo, llevándose en su consciencia el dolor del abandono y la traición a la promesa en la que también creyeron en el pasado.
Muchos de estos ancianos padecen diferentes tipos de enfermedades mentales en grados variables. Viven los ciclos de la naturaleza como nadie en esta ciudad. Se levantan con el sol, beben agua de lluvia, deambulan bajo la luna llena y nadan en la bahía como criaturas de agua, en lugares silenciosos donde nadie los ve ni los recuerda.
Cuando el hambre los azota se acercan al centro del pueblo, buscando migajas para
alimentarse de bidones de basura y restos de comida, que a veces se disputan con perros callejeros. Duele ver estas escenas que cada día se repiten con más frecuencia en las calles de este pueblo. En sus ojos se puede ver que no desean molestar a nadie. Cuando te paras frente a ellos y les extiendes una mano de ayuda, uno siente que preferirían el silencio y la soledad, pues temen al abuso y el maltrato que les profesan gratuitamente algunos insensibles.
De niños, los mayores nos decían que eran “locos”, que debíamos tener cuidado y no acercarnos a ellos. Pero de vez en cuando un contacto casual rompía el mito del peligro y nos hacía sentir culpables por haberlos abandonado, relegándolos a la periferia de la sociedad; justo esta sociedad que se suponía debía ocuparse especialmente de los más humildes y desposeídos.
En la ciudad de hoy se les puede ver en todos los rincones solitarios royendo algún pedazo de pan viejo o durmiendo la siesta a pleno mediodía, cuando el calor es insoportable. Atrapados en su mundo de ensueño, parecen ser más felices que cuando un ruido súbito o algún suceso citadino los devuelve a la realidad, de donde no pueden escapar.
He visto a muchos de ellos bañarse en la bahía durante horas. Parece ser un momento que disfrutan con intensidad infantil. Tal vez sus memorias de la niñez los devuelva a aquellos años felices donde los padres los proveían del cariño y la protección que nunca más han sentido en esta vida. En las aguas maternales de esta bahía milagrosa de Jagua, se recrean en soledad como si se comunicaran a través de una danza misteriosa y errática con el espíritu aborigen de nuestras aguas fundacionales, de donde hermosos mitos y leyendas nos fueron legadas por una civilización enigmática, de la que solo tenemos relatos de conquistadores.
La presencia de algún extraño merodeando por la orilla los pone alerta, les activa los sentidos y los saca del agua. Temen al maltrato, a la pérdida de sus pocos bienes materiales y a las humillaciones que sufren de manera regular por ciudadanos inhumanos e insensibles. Durante algunos meses desaparecen de la ciudad sigilosamente; nadie sabe a dónde van o cómo regresan, pero casi siempre lo hacen, a veces más viejos, más cansados y más tristes.
Aunque es muy difícil entablar una conversación racional con ellos, es posible la comunicación a través de señales y gestos. Se les puede ayudar cuando ellos lo permiten, les gustan las golosinas y los refrescos fríos, cosa a la que nunca pueden acceder en sus condiciones habituales de supervivencia. En verano agradecen el agua fresca y en invierno algún abrigo usado que les permita calentarse a la hora del sueño nocturno. Los zapatos serán bienvenidos invariablemente, siempre y cuando los cayos de sus pies deformados por el asfalto caliente les permitan usarlos sin dolor.
Detrás del velo que opaca su entendimiento se pueden observar trazas de su consciencia. A veces una mirada quieta, una sonrisa cómplice o una lágrima de agradecimiento los descubre como los seres humanos que son, con toda su dignidad y su esencia intacta, esa que la sociedad que los despreció no ha podido ni podrá dañar porque pertenece al reino de lo insondable y lo divino, el alma, dirían los entendidos. La ciudad y las instituciones decadentes están en deuda con ellos.
Cuando viene algún alto dirigente a celebrar en esta aldea hambrienta alguna de sus “derrotas convertidas en victoria”, a estos adultos mayores los recogen a la fuerza, les cortan el cabello, los bañan y los retienen hasta que pasa el revolucionario acto con todas sus banderas y sus eslóganes anodinos. No lo hacen por caridad ni por responsabilidad; todo es parte del mismo teatro. Hay que vender una imagen de Cuba bella al mundo a través de una realidad blanqueada, que reniega de sus ciudadanos más necesitados y opaca el dolor de los que sufren sin consuelo. Al cabo de unos días los sueltan en alguna esquina con sus habituales bultos personales y los olvidan hasta el próximo evento político, donde se fabrica la realidad cubana para los tabloides y la propaganda.
La nación cubana, sufrida y amordazada por leyes y códigos injustos, padece hoy junto a sus mejores hijos, un daño profundo que un sabio ha llamado la desarticulación del alma. Ese daño lacera el espíritu del pueblo y corroe los fundamentos de nuestra identidad, nuestra cultura y nuestra religiosidad. La compasión y la empatía se han recluido en unos pocos templos cristianos y en el seno de familias honorables, que mantienen a fuerza de sacrificio, el peso de la tradición solidaria y bondadosa de nuestros ancestros, en momentos en que la masa se ha convertido en una especie de horda desorientada, que huye a la desbandada por la borda de un barco que se hunde. En este barco fantasmal con calles sin jóvenes y hogares sin hijos, languidecen estos ancianos anónimos en sus últimos días, los ojos perdidos y la mente nublada, como si no quisieran regresar a una realidad tan dolorosa.
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