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Jorge Gómez de Mello

Mi padre

Por Jorge Gómez de Mello


Hoy he despertado preocupado, quizá como una buena parte de los cubanos, pero a medida que avanza la mañana me doy cuenta que se trata sobre todo de la inquietud que produce la añoranza. Es que he amanecido pensando en mi padre.

Mi viejo fue un padre cariñoso, un hombre sencillo para el que resultaba imprescindible el sentido del bien y de la justicia, de él guardo cientos de importantes enseñanzas y recuerdos que marcaron mi vida para siempre. Ahora, a mi edad, esos recuerdos me transportan con cierta frecuencia a instantes de un pasado que me llega en forma de imágenes muy definidas y cargadas de simbolismo.


Algunos momentos de mi infancia relacionados con él regresan constantemente a mi memoria en los últimos tiempos, quizá porque tienen una relación directa con las lamentables circunstancias que desde hace décadas estamos viviendo los cubanos, y que ayudaron a acelerar el final de mi padre.


Uno de mis recuerdos recurrentes me transporta a 65 años atrás. El 9 de abril de 1958 quedó grabado en mi memoria para siempre, yo tenía solo cinco años pero no olvido el momento en que unos policías del gobierno de Batista, apoyados por varios secuaces vestidos de civil, entraron violentamente a casa para secuestrar a mi padre, un joven obrero que participaba en la huelga general contra la dictadura.


Resulta imposible borrar de mi memoria la agresividad con que lo redujeron. No puedo olvidar su mirada de terror en el momento que lo subieron a empujones y maniatado en un auto se lo llevaron. Todavía vibra dentro de mí la sensación de horror y de ira que me produjo ese hecho. Jamás imaginé que en mi vejez sería otra vez testigo de acciones represivas parecidas a las que viví en mi infancia, pero ejecutadas ahora sistemáticamente contra la generación de los nietos de mi padre, la generación de mi hija.


Unos meses después, el 8 de enero de 1959, sentado a horcajadas sobre los hombros del Viejo asistí asombrado a la entrada triunfal del Ejército Rebelde en La Habana. Muy ilusionado me decía: mira bien esto, no puedes olvidarlo porque es un momento histórico, a partir de ahora todo cambiará, no habrá más dictadura, se acabaron la pobreza y la represión. Tu futuro está garantizado porque vivirás en un país próspero, libre y justo.


Mi viejo fue un hombre esencialmente honesto, de esas personas cuya vida se sostiene en la necesidad de creer. La humildad y la fe que lo caracterizaron lo impulsaron a participar activamente en todas las luchas y tareas que a partir de ese día le asignó el nuevo gobierno que comenzó a llamarse a si mismo La Revolución. Lo hizo pensando en el futuro, convencido de que su sacrificio contribuiría a construir una patria mejor, y le garantizaría a sus hijos y nietos una vida feliz en un país libre regido por la igualdad de derechos.


Por eso intentó inculcarnos su fe en esa revolución rebosante de promesas en la que él había depositado todas sus esperanzas, y durante décadas no toleró que en su presencia se cuestionaran las decisiones del poder o que criticáramos sus graves errores.


Si embargo, mi padre vivió sus últimos años sumido en el desencanto, enfermo, sin los cuidados y la atención médica adecuados, y en la más absoluta pobreza, viendo como sus hijos y nietos sufrían la falta de derechos y la miseria que él, crédulamente, contribuyó a construir.


Una de las últimas veces que fui a verlo, ya tenía 80 años, lo encontré deprimido y le pregunté qué le pasaba. Era un hombre que evitaba hablar de sus sentimientos y sus frustraciones y que nunca daba su brazo a torcer, por lo que me sorprendió su respuesta clara y directa: durante mi juventud fui cristiano, creí en Dios pero la iglesia me decepcionó, luego creí ciegamente en la Revolución y en Fidel. ¿Quieres que te diga que me pasa? Pues ya no creo ni en mi sombra, lo único que quiero es morirme.


Falleció unas semanas después, los médicos dijeron que fue de un accidente cerebrovascular, yo sé que murió de pena y angustia.


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