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  • Enrique Guzmán Karell

Papá el hombre de mi vida

Por Enrique Guzmán Karell



Mi padre se escapó de la casa a las 3:00 am de hoy. Y digo que mi padre se escapó de la casa porque una persona disminuida por un Parkinson que no cede no sale de su casa, sino se escapa. Como la falta de sueño ha sido el efecto colateral, el daño más constante que ha vivido mi padre desde que arrastra esa enfermedad, la lógica detrás de su salida era que iba a la farmacia a buscar benadrilina pues sin ese fármaco no puede dormir.


Sí, iba a la farmacia… En Cuba. Hoy.


Mi padre no sabe, no puede recordar, quizás ya tampoco entender, que en la farmacia no hay benadrilina. Tampoco alprazolam. Mi padre no sabe que la farmacia está bastante o completamente vacía desde hace rato. Ni creo sea consciente que ha sido durísimo sostener su consumo de Levodopa Carbidopa, esa droga difícil para los anaqueles cubanos.



Yo nunca le conté a mi padre que me llegan sus pastillas desde el noroeste de los Estados Unidos, desde una ciudad muy lejana, gracias a la sensibilidad de un amigo que él no conoce, y que llegan a La Habana muy a pesar de las infinitas limitaciones y trabas en los envíos hacia el país tranquilo, ordenado y justo que él ve en el NTV de todos los días. En la comprensión de mi padre, alguien que todavía me guarda los diarios Granma de anuncios importantes, sobrevive la idea de que en la farmacia habrá no solo colas de personas soñolientas y pobres, sino medicinas.


En el periplo nocturno de hoy de mi padre, en medio de su fuga, caminando por un Vedado a oscuras y lleno de obstáculos, se cayó siete veces, una de ellas en un charco habanero del que habría que imaginar profundidad y niveles estables de putrefacción, pero del que quizás nunca sepamos su real ubicación pues son más los charcos que medicinas en las farmacias. Por fortuna, y siete caídas mediante, un vecino lo recogió, lo ayudó y supo conducirlo a casa.

Durante el día de hoy mi padre hizo otros dos intentos de fuga que yo no sabría cómo controlar o atajar. No solo porque vivo fuera de la Habana y de Cuba, sino porque aun viviendo en su misma casa sería una actividad un tanto complicada de ejecutar.


Acá doy todas las garantías de que el número de caídas que cuenta mi padre es lo más objetivo y exacto de esta historia. No importa que sus capacidades motrices y mentales estén disminuidas. No importa el Parkinson. Sus números son los que son pues han sido aceitados y entrenados durante ochenta largos años. Baste decir que hablamos de alguien que te dice, como comentario obvio y común, que el teléfono sonó cincuenta y siete veces, las aspas de la lavadora dieron ciento trece vueltas o que durante el almuerzo comió treinta y una cucharadas de sopa y diecinueve de durofrío.


Con él las estadísticas y los números son verdad verdadera, una obsesión, una pasión a la que ha dedicado su vida. Algo solo comparable al amor y el compromiso demostrado a sus cuatro hijos.


Mi padre necesita alprazolam y benadril para poder dormir, pero es incapaz de pedirme esto aquello o lo de más allá. Y como siempre ha hecho ante cualquier necesidad, se arregla como puede y sale a buscar la solución.


Mi padre, mi único héroe, el mismo que me despertó durante años, Enriquito, mijo, faltan tres minutos para las siete… Enriquito, son diez pasadas las siete, vas a llegar tarde…, hoy es la demostración de que los hijos terminamos siendo padres de nuestros padres, que de alguna forma todo regresa y que un padre ya disminuido se puede escapar de casa, pero no del tiempo.


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